La tarde gris por el cielo cubierto de nubes y la temperatura que va decreciendo lenta pero firme indica que la estación se hace más patente. Es la víspera y cada año por esta fecha es inevitable mirar hacia atrás, a veces no mucho, para darnos cuenta de que lo que llamamos vida no deja de ser un momento efímero en nuestra trayectoria por el universo. Y cada año somos más conscientes de ello. Y es por eso que dedicamos un día al recuerdo de los que hasta hace poco estaban en nuestro plano y que ahora se encuentran en otro estado.
Curiosamente hoy ha sido de las visitas a los jardines de cruces, cuando en realidad debería ser pasada esta medianoche. No sé de dónde proviene este cambio, ni me importa mucho, la verdad. En el fondo, cualquier día del año sería un buen momento para pasear entre cipreses en busca de esa serenidad y tranquilidad que fuera de los muros se convierte en vértigo y desenfreno desmedido. Los camposantos nos transportan a otro mundo, nunca mejor dicho. Un mundo de paz y silencio que nos hace meditar sobre nuestro inexorable futuro. Sin embargo, tras las piedras sólo quedan restos inertes de los que en su día encarnaron en forma humana. Y no deberíamos sentir lástima ni tristeza por ello. Lo mejor que que podemos hacer es recordarlos, porque es inevitable, y sentir la huella que cada uno de ellos ha dejado en nosotros. Tan sólo comprender lo que han supuesto para nosotros y alegrarnos de haber podido compartir una experiencia conjunta. Una experiencia de aprendizaje que no siempre sabemos valorar en su justa medida. Ellos ya descansan en paz.