martes, 9 de enero de 2018

Un Espíritu Libre

 Corrían la mitad de los setenta cuando un joven inquieto, con ganas de saberlo todo e inexperto también en todo, como es lógico a tempranas edades, soñaba con que llegara la hora de acostarse y refugiarse entre las sábanas con un libro en las manos hasta que el sueño le rendía.

Al desgranar las palabras y entender las frases se sumergía en un mundo idílico de fantasías en las que vivía todo tipo de aventuras e imaginaba cómo sería la vida de alguno de sus personajes favoritos. Por esa época había una serie de libros de aventura que atrapaban toda su atención de forma que incluso cuando estaba despierto, a veces creía que estaba viviendo esas fantásticas aventuras, al tiempo que pensaba que la vida real era tan idílica como en los libros se describía.
La temática de los libros era, digámoslo así, no muy habitual, ya que pasaba de los magníficos libros de Richard Bach a los más intensos y misteriosos de Raymond Moody.

El espíritu libre de Richard y inolvidable gaviota insuflaron en mí un desesperado ansia de libertad. De cierta rebeldía y también de un sentimiento de pertenencia a un todo que va mucho más allá de todas las religiones humanas.

El sentimiento de libertad, materializado en la vida de un piloto errante al que le hacían falta pocas cosas para tirar adelante en la vida y aprender las verdaderas lecciones de esta existencia. Una vida tan sencilla y a la vez tan gratificante como la de pilotar un viejo Cesna o una Piper de la época, sentir el gruñido de su motor y el viento generado por su hélice frontal que hacían que ese conjunto de chapa y madera bien enlazadas despegara del suelo y le hicieran sentir un ser ingrávido por encima de los demás. Habiendo sido piloto de combate en la guerra, ese espíritu libre hizo del vuelo su pasión y su modo de sustento en la vida, la cual se ganaba dando paseos a la gente que se subía su aparato. Vuelos de media hora, una hora, sobrevolando los campos y pueblos de Illinois, Wisconsin y demás estados. Paseos agradables, tranquilos con el único objetivo de hacer que los que le acompañaban sintieran la verdadera libertad de surcar los cielos sintiendo el fresco aire en sus caras. Así se ganaba la vida, al tiempo que escribía los libros que describían sus peripecias, no exentas de contratiempos también que solucionaba con ingenio y a veces con resignación. El vuelo le hacía trascender a un plano superior y comprender la verdadera naturaleza del ser humano y de sus propósitos en esta vida.

Resultado de sus experiencias fue el increíble Juan Salvador Gaviota, un ave desterrado por sus congéneres dado el ansia de ir más allá de lo conocido y probar nuevas técnicas de vuelo que le permitieran subir más alto y estable que los demás y realizar acrobacias más arriesgadas. Un afán de conocer todas sus posibilidades y explotarlas al máximo a fin de trascender más allá. Una vez que lo consiguió, el resto de su familia le admiró, no sin sentir un poco de recelo y desconfianza hacia quien se había atrevido a desafiar ciertas leyes naturales, pero que les había demostrado a todos ellos que otra vida era posible. Que no valía con conformarse con lo establecido y con lo que los ancestros le habían enseñado. Desafió y retó a todos hasta que los dejó atónitos y rendidos a sus pies. Y a partir de ahí se convirtió en un Maestro para todos ellos.

Los libros de Richard Bach y su modo de entender la vida dejaron huella en mi espíritu para nunca salir. Es por ello, que el mundo de la aviación siempre me ha llamado la atención, y aun sabiendo que mis condiciones físicas no me permitirían nunca llegar a alcanzar la condición de piloto profesional, el destino quiso que la temporada del servicio militar se desarrollara en el ambiente aeronáutico, primero jurando bandera al lado de los aparatos del ejército del Aire en Getafe y luego tratando con los enfermos y algún que otro herido en el hospital del Aire.

Allí desapareció mi otra vocación frustrada, la de médico, que también desde que era un rapaz me ilusionaba tanto o más como la de piloto.
A estas alturas, y con el transcurrir de los años, ambas profesiones gozan de mi admiración por su valentía en cualquiera de sus vertientes. Y mi afición por volar cada día se convierte más en un auténtico disfrute cada vez que subo a un aparato, casi siempre en vuelos de corta duración, salvo cuando he cruzado el atlántico o viajado a otros países del continente.
Todos esos recuerdos han vuelto de repente a mi y me han transportado a aquellos tiempos de sueño adolescente. El pasado noviembre tuve la ocasión, deseada durante muchos años, de visitar el Museo del Aire, en el recinto colindante a la base aérea de Cuatro Vientos en Madrid. Justo al lado de la escuela de transmisiones del ejército donde tantas veces realicé los ejercicios de instrucción militar.

El Museo del Aire alberga multitud de aparatos de varias épocas, que han participado en diferentes contiendas y que muestran la evolución de las máquinas desde que el hombre comenzó a diseñarlas. Denostadas antigüedades que en su momento fueron novedades en el mundo de la aeronáutica. Hasta los prototipos más impensables tienen aquí su recuerdo. Todo para el disfrute de los amantes de la aviación y sus aventuras. Imagino a Richard Bach subido en la carlinga de alguno de ellos y de repente, como por arte de magia, me veo surcando los cielos y viendo la tierra firme desde una perspectiva de libertad absoluta. Y más allá, más arriba, o sabe Dios dónde, el inmenso cielo azul con sus marañas de algodón adornando la estampa. Increíble, intenso, eterno…

De los libros de Raymond Moody y del otro Cielo hablaré en otro momento, ya que esta temática complementa la anterior en cuanto a la búsqueda de respuestas que todo ser humano anhela conocer.



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